Homilía en ordenación presbiteral y diaconal en El Cobre

En este día cuando la Iglesia conmemora a San Juan Apóstol, quien escribió el cuarto evangelio, podemos descubrir una nueva página viva de su anuncio de la salvación de Jesucristo con la ordenación presbiteral de Daniel y la diaconal de Ángel. Lo que estamos contemplando en medio de esta Eucaristía no es un simple rito o una especie de graduación al estilo de las universidades. Es mucho más profundo, porque es un “misterio”: una realidad oculta que se va descubriendo con toda la riqueza del amor de Dios. Así es: el amor de Dios, tan proclamado por Juan, se vuelve a manifestar en medio de nosotros, con la llamada y la consagración de estos dos jóvenes: ellos han sido elegidos de entre los suyos para las cosas que son de Dios. Ellos no han elegido este camino, sino que han sido invitados por el mismo Dios para ser ungidos, es decir, consagrados, para siempre y hacer memoria permanente de la Pascua de Jesucristo.

Aunque nosotros acá lo sepamos, es importante que lo recordemos: el ministerio sacerdotal y el diaconal no son profesiones al estilo de las profanas. Estas son necesarias para el progreso de la sociedad y la supervivencia de quienes las ponen en práctica. Al contrario, el ministerio sacerdotal, en sus diversos grados, no puede ni debe ser asumido como una profesión más. Lamentablemente hay quienes así lo consideran y entonces pretenden reducir el ejercicio ministerial de los sacerdotes y diáconos a puras acciones externas y organizativas.

No falta tampoco, entre los ministros, quienes piensen que son una especie de gerentes de acciones organizativas de la pastoral o que ejercen su ministerio como si se tratara de una profesión donde hay unos horarios y unas conveniencias personales. Por eso, incluso podemos conseguirnos con actitudes no comprometidas con la gente y que dan más impresión de ser ejercidas por mercenarios y no por pastores buenos que se preocupan de su grey.

Es interesante descubrir en la Palabra de Dios los rasgos característicos del sacerdocio como ministerio en beneficio del pueblo de Dios y para el servicio del Señor. En el libro del Deuteronomio, Moisés recuerda cómo, para poder dirigir al pueblo de Dios, hizo designar un número de hombres inteligentes y capaces de realizar la atención de todos los miembros de dicho pueblo y de sus tribus y comunidades. Moisés lo hace con la plena conciencia de que se requerían para poder cumplir Él con el cometido designado por Dios. Siglos después, los apóstoles harán lo mismo al pedir que les presentarán unos varones capacitados para realizar la atención del pueblo, en especial los más pobres.

En este gesto conseguimos claramente una de las raíces de todo lo que se refiere a la ministerialidad de la Iglesia. Esta brota del interés de guiar adecuada y sabiamente al pueblo de Dios. La dirección de dicho pueblo, si bien tenía el liderazgo de Moisés, requería de otros que, en comunión y participación, pudieran hacer realidad la guía y el servicio al mismo pueblo. Y pone una condición clara: que sean inteligentes y capaces de hacer la labor. Todo esto por otra razón: no eran funcionarios, que los existían, para otras acciones. Moisés piensa en la atención espiritual de su gente. Así, poco a poco también se van delineando las formas concretas de otros servicios espirituales y cultuales, que serán iluminados con preceptos que aparecen en la Biblia.

En el Nuevo Testamento, se continúa y perfecciona esta realidad y la podemos identificar más claramente con la expresión de “ministerialidad de la Iglesia”. Ella se va presentando bajo diversas figuras: la organicidad de un cuerpo donde todos los miembros manifiestan la unidad; la diversidad de carismas y ministerios inspirados y guiados por el Espíritu Santo; la preocupación amorosa por el pueblo de Dios y por el resto de la humanidad para que algún día se pueda tener un solo rebaño bajo un solo pastor…

Pero, a la vez, se da un paso nuevo: El Hijo de Dios hecho hombre, nuevo Moisés, se va dando a conocer como el Sumo y Eterno Sacerdote de la nueva alianza. Él es víctima y sacerdote que la ofrece al Padre Dios por la salvación de todos. Él es el Bueno Pastor que guía y que ofrece su vida por la liberación de toda la humanidad a fin de lograr que todos puedan ser hijos del Padre. Por supuesto9 que todo ello por el amor infinito de Dios.

A la vez, se da un paso novedoso: ya el sacerdocio no pertenece a ninguna tribu, sino a quien es tomado de entre los hombres para convertirse en causa de salvación. Entonces, ese amor se manifiesta con una actitud propia y particular: servir y no ser servido. Aquí comienza a darse el distanciamiento radical con la forma como los reyes de la tierra dirigen; o los profesionales hacen su trabajo. El servicio es apertura total para amar, para dar la vida y así salvar a los demás. El servicio no se cierra a nadie, sino que se abre a todos sin excepción. Jesús se manifiesta así. Y, al instituir el sacerdocio de la nueva alianza por el cual quienes son elegidos se configuran a Él para actuar en su nombre, les pide hacer memoria de lo que Él ha hecho: esto es, hacer realidad, mediante el servicio, el anuncio de una Palabra liberadora, la guía pastoral hacia los lugares ciertos y pastos fértiles de Dios y la santificación, es decir, la misma salvación que se vive ya en esta tierra.

 

Para ello, el mismo Dios elige. Nadie puede decir que ha querido el sacerdocio porque ha hecho una especie de discernimiento entre varias profesiones. Al contrario, el discernimiento vocacional apunta a descubrir si de verdad Dios es quien ha llamado. Y al hacerse el discernimiento se responde con plena libertad. Todo ello con la conciencia de que es el mismo Señor quien los ha elegido, como nos lo recuerda Juan en su evangelio: “No fueron ustedes quienes me eligieron; fui Yo quien los elegí…”

Pueden ser presentados y reconocidos por la comunidad, deben hacer todo un camino de discernimiento y maduración, deben aprender a actuar en el nombre del Señor y a configurarse con Él, deben saber que están llamados a ser testigos y servidores en una Iglesia ministerial y dedicada a la evangelización… pero siempre con la conciencia de que han sido llamados y elegidos para ser consagrados.

Es lo que hoy podemos contemplar con estos dos jóvenes que serán consagrados por la imposición de las manos del Obispo. Contemplaremos el milagro de su transformación y nos hemos de comprometer a acompañarlos con la oración y la fraterna comunión. Nos toca ver en ellos una manifestación del amor de Dios hacia nosotros y sentir que, en ellos, la herencia de Dios sigue viva: es la herencia que nos permite avizorar los cielos nuevos y la tierra nueva de la salvación.

Queridos hijos:

Dentro de pocos instantes se postrarán rostro en tierra para manifestar la humildad de la respuesta que han de dar. Humildad en la pobreza de espíritu que ha de caracterizarlos para así levantarse con la certeza de ser enriquecidos con el servicio que han de prestar. Han sido llamados a ser eso, ministros del Señor para el pueblo de Dios. Como tales no deben actuar cuales gerentes, profesionales o creerse más que los demás. Junto con sus hermanos del presbiterio, en comunión con todo el pueblo de Dios, van a actuar configurados a Cristo Buen Pastor y Sacerdote causa de salvación. Les invito a experimentar la gracia de Dios que los envuelve para ser fieles, creíbles y testigos decididos del Evangelio de Jesucristo.

Aférrense cada día al Señor. Sean capaces de decir como Pedro, transmitido en el evangelio de Juan: “Señor ¿a quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna” No sientan miedo, pero tampoco se dejen seducir por los criterios del mundo. Sean santos sacerdotes, como lo pedimos con harta frecuencia en nuestras horas de adoración eucarística. Para ello, no dejen de ser “amigos íntimos” de Jesús, quien los llama y por su Espíritu los consagra.

María, madre del Sacerdote por excelencia, los acompañe con su bendición y protección y San Bartolomé, apóstol de Jesucristo, sea su intercesor en el cielo. Amén.

 

+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal.

EL COBRE 27 DE DICIEMBRE DE 2019.

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