HOMILÍA EN LA VIGILIA PASCUAL

DESDE LA OSCURIDAD BROTÓ LA LUZ DE LA PASCUA
Nos refiere el Génesis que al principio todo era un caos sin forma y pura oscuridad. Entonces Dios, por voluntad propia rompió esa misma oscuridad y creó la luz. Así se dio inicio a la vida. Posteriormente, con el pecado de los primeros padres, nos dice el mismo Génesis, se introdujo la muerte, cuyo signo era la oscuridad. Sin embargo, el mismo Creador prometió que vendría la salvación realizada por un enviado suyo. Los profetas se valieron del símbolo de la luz para alentar la esperanza del pueblo de Dios que aguardaba al Mesías salvador.
El mismo pueblo de Dios hubo de experimentar la noche oscura de la esclavitud. Duros y largos fueron esos años, hasta cuando, luego de oír el clamor de su gente, envió a Moisés para liberarlo de la opresión por parte de los egipcios. Y Dios transformó la oscuridad en liberación con la Pascua. Luego de salir de Egipto, selló una alianza con la cual le garantizaba que llegaría a la tierra prometida y nunca dejaría de ser su pueblo. Más aún le recordó continuamente que de su seno saldría un salvador.
En la plenitud de los tiempos, llegó Jesús el Dios humanado para cumplir la voluntad de Dios. El se presentó como la Palabra que da luz y la Verdad que hace libres a los seres humanos. Aunque pudiera ser contradictorio, Jesús muere y es sumergido en la noche oscura de la muerte representada en la frialdad de la sepultura. Lo que parecía una derrota se convirtió en triunfo. Desde esa oscuridad, como en los tiempos iniciales, Jesús resurge victorioso y hace brillar la luz de la nueva creación. La Pascua nueva, la de la liberación plena, destruye la esclavitud del pecado y abre paso a la novedad de vida; es decir, a la salvación.
El ser humano que había sido introducido en el ámbito de la muerte, es rescatado y transformado al punto de poder llegar a ser hijo de Dios Padre. Como nos lo recuerda Pablo, por el bautismo, se convierte en “hijo de la luz”; esto es, partícipe de la salvación. Todo cambia y se produce la nueva creación, que, según palabras de Pablo se puede entender de la siguiente manera: “Ustedes antes eran oscuridad y ahora son luz en el Señor”.
Es lo que celebramos en esta Vigilia: la noche deja de ser oscura y como un rayo estremecedor, la Resurrección de Cristo destruye el poder del pecado y de la muerte. Es la Victoria del Rey aclamado en su ingreso a Jerusalén el Domingo de Ramos y entronizado en el insólito trono de la Cruz. Es lo que nos llena de suma alegría en esta hermosa celebración de la Resurrección del Señor. Hace unos días cantábamos “¡Hosanna en las alturas!”, hoy con toda la fuerza disponible exultamos y exclamamos: “¡ALELUYA!”.
Todo lo que habíamos practicado durante la Cuaresma, con ayuno, oración y caridad operante, nos permitía fortalecer nuestra fe, esperanza y caridad. Hoy y durante el tiempo pascual la Iglesia nos invita a ser testigos del Resucitado con fe, esperanza y caridad. Esto nos permitirá, durante el resto del año litúrgico actuar en estrecha comunión con Dios; o lo que es lo mismo, “en nombre del Señor”.
Renovamos nuestras promesas bautismales, manifestamos nuestra comunión con todos los santos y con la Trinidad Santa, reiteramos nuestra respuesta positiva a la llamada a ser testigos del Resucitado. Esto nos conduce a ratificar nuestra fe, hecha ejemplo de vida para entusiasmar a muchos, en especial los que siguen sumidos en la oscuridad del pecado.
Para ello, siguiendo la invitación del Apóstol, somos gente de esperanza: caminamos y ayudamos a caminar en la novedad de vida. Esta novedad se debe imponer ante tanta desesperanza nacida del desconsuelo y de la opresión que, lamentablemente, muchos hermanos sufren aún. Caminar en la novedad de vida es demostrar que sí hay razones para la esperanza, con el compromiso de hacer posible día a día la nueva creación: por ser gente de esperanza, somos cooperadores de Dios para que se construya el Reino de justicia, paz y amor en nuestra sociedad y así mostrar el brillo esplendoroso de “los cielos nuevos y la tierra nueva”.
Ser testigos del resucitado conlleva ser hijos de la luz. Esto sólo lo podremos hacer con la caridad. Celebrábamos dos días atrás la institución del mandamiento nuevo, el del amor fraterno. Es lo que nos distingue como discípulos del Resucitado. El amor que impone su fuerza de luz sobre las tinieblas es elemento irrenunciable de nuestra vocación de seguidores del Resucitado. No es un amor de sentimentalismos, sino el mismo que Dios ha colocado en nuestras propias vidas. No en vano al darnos el mandato de amarnos Él subrayó “Como Yo los he amado”.
Al comenzar el tiempo de la pascua, nos corresponde tomar conciencia y actuar con una fe decidida y llena de esperanza para dar, con amor, un testimonio tan cierto y fecundo que sea como el de los primeros cristianos: por ese testimonio muchos se llenaban de entusiasmo y se unían al grupo de los que querían salvarse.
Luz que destruye la oscuridad, Verdad que nos hace libres, Amor que nos hace fecundos, Pascua que nos convierte en hijos de Dios y miembros de un nuevo pueblo, sacerdotal y profético. Con la fortaleza que brota de esa Pascua estamos llamados a hacer que, en nuestra región y país, se deje de lado la oscuridad tenebrosa del pecado con sus nefastas expresiones de corrupción, opresión, totalitarismo y menosprecio de la dignidad humana. Sólo si hacemos presente en medio de nosotros el esplendor de esa Pascua liberadora, podremos exclamar ¡ALELUYA, EL SEÑOR HA RESUCITADO!
+MARIO MORONTA R., OBISPO DE SAN CRISTOBAL.

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