Homilía en la Ordenación Presbiteral en Seboruco

En el camino a la santidad y a la plenitud de la eternidad, todo bautizado está llamado a vivir adelantadamente esta experiencia en el encuentro vivo y permanente con Jesucristo.   Por el Bautismo, además de convertirnos en hijos de Dios Padre, llegamos a ser discípulos del Maestro. Para ello, contamos con la acción del Espíritu Santo. Éste nos permite e impulsa a reconocer a Dios como Padre y a ser seguidores de Jesús, de tal modo que nos convirtamos en misioneros de su Evangelio. Esa acción del Consolador la llamamos, con términos paulinos, “la vida según el Espíritu”: ésta es la espiritualidad del bautizado caracterizada también por el encuentro vivo con Jesucristo.

Para poder cumplir con el cometido de esta llamada de Dios, debemos realizar el encuentro personal y comunitario con el Maestro por excelencia, Jesús el Señor. Este encuentro se va concretizando de muchas maneras, pero mediante Él se avizora lo que en el futuro de la eternidad podremos experimentar: la comunión estrecha y perenne con Dos, Uno y Trino. Para poder lograr este encuentro en la cotidianidad de nuestras vidas, el mismo Señor Jesús, nos ha dejado su Palabra, la Eucaristía y los otros sacramentos, la oración y otras prácticas importantes. Por otra parte, el Espíritu Santo nos da su fuerza para hacer realidad este encuentro personal y comunitario.

Es personal, ya que es un acto de libre aceptación por parte del creyente. Es comunitario por no ser individualista ni aislado, sino vivido como miembros de la Iglesia. Se vive de manera personal y se expresa también en la comunión eclesial de variadas formas: la familia, la parroquia, la comunidad eclesial de base, el grupo de apostolado, etc. Lo importante es su realización gracias a los medios instituidos por el mismo Dios a favor de cada uno de nosotros.

En su infinita misericordia, el Maestro también pensó en algo muy particular para que los creyentes pudieran experimentar y crecer en ese encuentro vivo con Él. Siendo Él el Sacerdote que realiza la transformación de todos los seres humanos, al darles la capacidad de llegar a ser hijos de Dios, se convirtió en “causa de salvación”. Y para que, a lo largo de la historia posterior a su Ascensión, se pudiera avivar, fortalecer y crecer en ese encuentro vivo, instituyó el sacerdocio de la nueva alianza: mediante este sacramento, algunos elegidos y consagrados para actuar en su nombre y con la real posibilidad de configurarse a Él, recibieron la potestad de hacer memoria de su Pascua con las consecuencias propias de ésta. Una de esas consecuencias es, como ya lo hemos señalado, el encuentro vivo con Jesucristo, anuncio profético de lo que será la comunión plena en la eternidad del Reino de los cielos.

Ahora bien, quienes son elegidos y consagrados para ejercer el ministerio sacerdotal en configuración a Cristo, no son empleados o profesionales con algunas funciones más o menos importantes.  Por el hecho de ser configurados al Sumo y Eterno Sacerdote, deben estar en plena comunión y sintonía con Él. Ya el hecho de ser bautizados los orienta al encuentro con Cristo. Pero, precisamente por actuar en su Nombre y desde la experiencia de dicho encuentro más cercano con Él, están llamados a ayudar, acompañar, proteger y hacer crecer en sus hermanos esa llamada al encuentro con el Señor. Lo pueden hacer de muchos modos, con los auxilios que la Iglesia brinda. Pero, siempre con la intencionalidad de hacer que ello se dé.

Por eso, al configurarse con Cristo deben actuar en su Nombre. Podrán y deberán hacer posible el acompañamiento de su gente, del pueblo de Dios, para que se pueda experimentar el ya mencionado encuentro como maestros que enseñan el fundamento de esa comunión; como pastores que guían y cuidan esa unidad poniendo como garantía su propia existencia; y haciendo que todo lo que se haga sea en nombre de Jesús, para así llegar a la plenitud de la santidad, que comienza a vivirse personal y eclesialmente en el camino de la existencia humana. Por cierto, es un camino en la novedad de vida; es decir, en y hacia la salvación.

Jesús, como lo refiere Juan Evangelista, da la clave para entender esta tarea de cada ministro consagrado para ejercer el sacerdocio de la nueva alianza. Jesús es claro: “No son Ustedes los que me han elegido; fui Yo quien os elegí y los destiné para que den fruto”. Dentro de los hermanos del pueblo de Dios, Jesús elige a quienes Él quiere para que lo re-presenten; es decir para que actúen en su nombre y en el de la Iglesia. Ya esto nos indica la cualidad que han de tener los ministros: al no tratarse de simples profesionales o funcionarios, se queda bien claro que se trata de hombres llamados a una misión: hacer las veces de Cristo a favor de los hermanos.

Dado que deben, entre otras cosas, ayudar a vivir el encuentro vivo con Jesús, desde su experiencia bautismal que no dejan a un lado, los consagrados por el sacramento del Orden reciben una gracia particular: “Ya no los llamo siervos… sino amigos, porque les he dado a conocer todo lo que me ha dicho el Padre”. Es decir, han sido invitados para entrar en un ámbito de mayor intimidad con el Maestro. No se separan de los demás, sino que desde esa experiencia de comunión íntima, como “amigos” amados del Señor, al conocer las cosas del Padre, pueden contagiar a sus hermanos de la maravillosa realidad del encuentro y comunión con  el Dios de la Vida. Nadie da lo que no tiene. El ministro está llamado, bien lo sabemos, a crear esa comunión estrecha entre los hombres y Dios. Y sólo lo puede hacer si, de verdad, está unido a Él de manera particular.

No se trata de un privilegio, sino de una gracia. Los mismos sacerdotes deben sentirlo y experimentarlo con transparencia. No hacerlo significa que no han entendido para qué han sido llamados a formar parte del grupo de “amigos” más cercanos de Jesús. Es una gracia, porque además les permite dar frutos que permanezcan… y uno de esos frutos es precisamente el encuentro-comunión propio y de sus hermanos con el Señor.

Dentro de unos instantes, por la imposición de las manos, Francisco y Ricardo, van a ser definitivamente llamados a ese círculo de amigos del Señor. Recibirán la gracia del Espíritu, que les permitirá, entonces, cumplir a cabalidad con el encargo recibido. Nos toca a nosotros acompañarlos con la oración y la caridad, pero también dejarnos guiar por su ejemplo de “amigos” íntimos de Dios, para ir creciendo en la comunión con Dios.

Queridos hijos:

¡Qué hermoso es poder comprobar cómo lo que dice Jesús a sus discípulos se cumple en ustedes! ¡Qué bonito es sentir que se convierten en amigos del Señor para conocerlo y darlo a conocer! ¡Qué apasionante es poder saber que van a ser consagrados para dar frutos sacerdotales al configurarse con Cristo y actuar en su nombre! Ustedes lo pueden hacer porque van a contar siempre con la fuerza del Espíritu Santo. También porque, a lo largo de su vida de jóvenes cristianos seminaristas, han ido mostrando que el centro de su existencia es ese Cristo que los quiere en el círculo de sus amigos más cercanos.

Les animo a que sigan siendo, desde su sencillez, ejemplo y amor cristiano, lo que han sido hasta ahora: testigos y servidores del Cristo Sumo y Eterno Sacerdote. Desde la maravillosa experiencia de estar en comunión con Él y con la Iglesia, no dejen de seguir caminando en la novedad de vida hacia la santidad. Más aún, no dejen de animar y acompañar a tantos que quieren crecer en el amor de Dios. Mejor todavía, sigan arriesgándose a ser faros de la luz de Cristo que guía a todos los seres humanos hacia el encuentro definitivo en la eternidad.

Estoy seguro de que sabrán responder a esa llamada y elección de Jesús para ser sus amigos íntimos… para ello, les acompaña la maternal protección de María del Táchira, nuestra Señor de la Consolación, Santa Rosa de Lima y San Pedro, patronos de esta hermosa parroquia de Seboruco. Amén.

 

+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal.

Seboruco, 4 de enero del año 2020.

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