HOMILÍA EN LA MISA CRISMAL 2020 DE LA DIÓCESIS DE SAN CRISTÓBAL

En medio de una situación particular, celebramos hoy la MISA CRISMAL. En ella, bendecimos los aceites sagrados destinados a la confección de los sacramentos de la Iglesia. A la vez, al conmemorar el Sumo y Eterno Sacerdocio de Jesucristo, renovamos los compromisos adquiridos el día de nuestra ordenación sacerdotal. Ambos eventos, en un mismo acontecimiento litúrgico, nos permiten experimentar de nuevo la permanente presencia y acción del Espíritu Santo.

Tanto la bendición de los óleos como el recordatorio del Sacerdocio tienen que ver con el Espíritu Consolador. Ambas realidades son signos del amor misericordioso de Dios Padre. Él nos da su Espíritu al ungirnos en el Bautismo y la Confirmación, con lo cual nos consagra como hijos suyos y miembros del pueblo sacerdotal. De en medio de esta mismo pueblo, elige a algunos hombres y los destina para su servicio con la cualidad de estar configurados a Cristo, Sacerdote y Buen Pastor. También la fuerza del Paráclito se expresa para sanar espiritual y corporalmente a tantos afligidos de corazón, a la vez que hace posible la liberación de la oscuridad del pecado con el sacramento de la reconciliación.

Hoy renovamos nuestros compromisos sacerdotales. Es muy común y necesario que siempre pensemos en las satisfacciones y alegrías que nos brinda el ejercicio ministerial. Pero, eso no significa que olvidemos una realidad anunciada por el Divino Maestro en su oración sacerdotal: “estamos en el mundo, sin ser de él” Con la certeza de sabernos fortalecidos por la gracia divina, no podemos obviar el gran desafío que nace de ese “estar en el mundo”. Lo estamos, ciertamente, con el mismo principio de la encarnación de quien se hizo presente en él y en la humanidad para hacer brillar la luz de la liberación plena.

Ello conlleva asumir el mismo riesgo del Buen Pastor: dar la vida por sus ovejas; esto es, el riesgo del martirio en diversas formas: desde la incomprensión hasta el aislamiento del anonimato… desde la persecución hasta el sacrificio de la propia existencia. No olvidemos que hemos sido configurados al Sacerdote por excelencia, quien a la vez fue la víctima en la entrega de la Cruz.

Al renovar nuestras promesas sacramentales, también tenemos la hermosa  ocasión de recordar para qué nos preparamos durante el tiempo de formación en el Seminario. La Iglesia, con su clara enseñanza, nos marca el camino y nos prepara no para ser profesionales de lo religioso ni gerentes de lo pastoral, sino para convertirnos en servidores. Servir, nos propone Jesús, significa entregar la propia vida para la salvación de los demás. Gracias a Dios, en nuestro Seminario tenemos un PROYECTO EDUCATIVO que guía, en esta línea, la auténtica formación de los nuevos y futuros sacerdotes.

Sin embargo, hay que seguir desterrando la mentalidad individualista y clericalista que, lamentablemente, se había impuesto durante siglos en la Iglesia. Hoy, la acción renovadora de la Iglesia, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II, nos conduce a un estilo sacerdotal más acorde al modelo de Jesús: pobre con los pobres, maestro de la verdad, pastor den la comunión y cercanía con los demás, santificador con los misterios de la fe, testigos del Resucitado, liberador en el compromiso fraterno, solidario con la justicia y la paz…en fin, con olor a ovejas.

Todo ministro ordenado –Obispo, Presbítero, Diácono- está llamado a ejercer su servicio en un mundo bien complejo, donde el progreso  científico demuestra las grandes capacidades del ser humano; pero, donde, desafortunadamente, sigue presente y creciendo la oscuridad del pecado y del mal. No sólo por las pandemias y otras calamidades, sino, sobre todo, por el egoísmo y la prepotencia de muchos: así, entonces nos conseguimos con un mundo que sufre una tremenda crisis de humanismo. Nos corresponde ser ministros en un mundo enfermo que requiere de la sanación proveniente del amor de Dios.

Al renovar las promesas sacerdotales, se nos invita también a responder algunas interrogantes que tienen que ver con la forma y el entusiasmo con los cuales hemos de vivir el ministerio sacerdotal. En primer lugar, ¿Cómo vivir nuestro ministerio en una sociedad desestructurada y en crisis? Es el caso del mundo de hoy, ciertamente. Lo son también nuestro país y nuestra sociedad tachirense. Ya conocemos las variopintas manifestaciones de dicha crisis. Corremos el riesgo hasta de dejarnos envolver por ella.

En nuestro caso, se agudiza por la inminencia de implementación de un régimen más hegemónico y totalitario que busca destruir nuestras auténticas herencias políticas, sociales y culturales, para oprimir y alienar a la gente. En ese modelo y en esa situación de crisis creciente, nos toca ser como Jeremías y el Bautista: libres para hacer que todos sean libres, con clara voz profética y con la decisión de hacer posible el camino del Señor en el desierto materialista que nos está minando y rodeando. Ser libres, para amar con la caridad del Buen Pastor, quien conduce su grey por sendas oscuras y barrancos peligrosos hacia las tierras fecundas de fraternidad y comunión.

Asimismo, renovando nuestras promesas sacerdotales, nos topamos con otro desafío e interrogante: ¿Cómo ser ministros del Señor y de la Iglesia en una sociedad desarraigada? Como lo dijera alguna vez el Libertador Simón Bolívar, pareciera que “estamos arando en el mar” El relativismo ético, junto con el secularismo, se han abierto espacio en nuestros ambientes, de tal modo que el principio rector  del quehacer humano es la consigna del “vale todo”. La corrupción y el menosprecio por la dignidad humana campean por doquier y son los motores que mueven muchas de las acciones de personas, grupos e instituciones. Se inventan nuevos derechos humanos para justificar ideologías contrarias a la vida, a la familia, al matrimonio, a la integridad del ser humano. La persona vale no por lo que es sino por lo que tiene y por el afán de poder. Así es como se van imponiendo el narcotráfico, el tráfico de personas, la depredación del medio ambiente….

En medio de este panorama oscuro y hostil, hemos de ser como Moisés y Pablo: ellos supieron, con paciencia y perseverancia, guiar, derribar muros de separación y hacer brillar la verdad que ibera. Con el rostro iluminado por el encuentro y la comunión con Dios, al igual que Moisés en el Sinaí y Pablo en el camino de Damasco, hemos de hacernos sentir en medio de nuestro pueblo como “faros luminosos”, capaces de transmitir los principios y valores surgidos del Evangelio.

Una tercera interrogante surge ante nosotros desde el compromiso renovado: ¿Cómo ser ministros para una sociedad que ha ido perdiendo la esperanza? No es ningún secreto cómo en nuestra sociedad la gente experimenta la desesperanza, el desconsuelo, la desolación, la indefensión… Lo percibimos al encontrarnos con familiares, amigos, feligreses, conocidos y tanta gente que se acerca a nosotros. Además de recibir los duros golpes de la crisis y de la pandemia, nuestra gente se siente abandonada y decepcionada por muchos de sus dirigentes, quienes han preferido preocuparse de sus intereses particulares con un tremendo afán por las riquezas y el poder. Son numerosos quienes han perdido la ilusión y están optando por irse del país o encerrarse en un conformismo para ver cómo logra sobrevivir. La esperanza se está yendo a pique.

Entonces, al estilo de Abrahán y Pedro, nos toca alentar a nuestro pueblo para que realce su esperanza contra toda esperanza y, a la vez, sienta que por amar totalmente al Señor hemos sido constituidos pastores para apacentar sus ovejas y corderos… así podrán reforzar las serias razones para su esperanza.

Finalmente, hay una cuarta interrogante que se nos presenta al renovar las promesas sacerdotales: ¿Cómo ejercer el ministerio desde la experiencia de la soledad? Es cierto que somos constructores de comunión y hemos sido llamados a vivir en fraternidad. Hemos recibido el don de la paternidad espiritual para acompañar y hacer fecundas las comunidades que hemos de dirigir. Sin embargo, lo hacemos identificados en la pequeñez y “kénosis” del Señor Jesús; en el silencio de una entrega que no debe buscar ni aplausos ni reconocimientos; en la soledad de las incomprensiones y de la opción de ser obedientes, célibes,  castos y pobres.

En un mundo de ruidos y candilejas, estamos llamados a hacer resplandecer la luz, no de los honores mundanos, sino de la Palabra de vida. En José y María conseguimos un ejemplo estimulante. Ellos supieron, en la soledad de su respuesta exclusiva a Dios decirle “sí” a su voluntad salvífica y permitir que, desde su pequeñez, se manifestaran las grandes maravillas del Creador, así como se sintiera su misericordia de generación en generación.

Respondemos a dichas interrogantes con lo que somos y tenemos, tanto en lo humano como en lo cristiano y lo sacerdotal. Por supuesto, siendo secundados por la gracia de Dios, Uno y Trino. En lo humano, respondemos con la alegría de nuestra respuesta generosa. Junto a ella, manifestamos nuestro sentido de pertenencia al pueblo de Dios, al cual dedicamos lo mejor de cada uno de nosotros. Esto nos exige ser mansos y humildes de corazón a fin de brindarles ternura a todos; especialmente a los más débiles, excluidos, pobres y vulnerables.

Desde nuestra vocación bautismal, cuales cristianos creyentes, respondemos con decidido testimonio de la Resurrección, lo cual conlleva actuar con rectitud de intención, coherencia y temor de Dios. Así podremos ser perseverantes a fin de entusiasmar a los demás en el seguimiento discipular del Jesús. Y, como ministros ordenados sacerdotes, configurados al Señor, nuestra respuesta y compromiso apuntan a dar el ejemplo de la caridad pastoral y celo apostólico en nombre de Jesucristo.

Para lograr todo esto, como nos lo sugirió a cada momento el recordado Cardenal Carlomaría Martini, debemos ser contemplativos. Eso sí, contemplar para ser contemplados: así la gente podrá admirar en nosotros no el dibujo de una personalidad profesional, sino el ícono de Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, de quien hacemos continua memoria por estar a Él configurados.

La Palabra de Dios sustenta lo que hemos meditado hoy. Pablo nos ofrece la clave para darle sentido pleno a la renovación de los compromisos sacerdotales. También nos ilumina para responder a las tantas interrogantes que se nos presentan hoy y siempre. Recordando la transformación que el misterio pascual ha realizado en nosotros, el Apóstol nos ofrece la clave y razón de ser de nuestra entrega consagrada por elo sacramento del Orden: “Por Él, yo soy lo que soy” Al configurarnos a Él, toma nuestros cuerpo para seguir redimiendo al mundo, nuestros labios para seguir pronunciando su Palabra, nuestras manos para bendecir y perdonar, nuestros brazos para sostener y defender, nuestro corazón para hacer sentir el amor extremo de Dios a la humanidad.

Hoy, ratificamos, con disponibilidad generosa que le entregamos todo nuestro ser para anunciar el evangelio a los pobres, dar la vista a tantos ciegos, liberar a numerosos cautivos y hacer sentir que el tiempo nuevo de la liberación plena ya se puede vivir… Todo ello se patentiza claramente a través de la respuesta de cada uno al experimentar y testimoniar que “por Él, yo soy lo que soy”.

¡AMÉN!

+MARIO MORONTA R., OBISPO DE SAN CRISTOBAL

SEMINARIO SANTO TOMAS DE AQUINO

29 DE DICIEMBRE DEL AÑO 2020.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

3 − uno =