SAN ANTONIO DEL TÁCHIRA
27 DE DICIEMBRE DEL AÑO 2021.
Uno de los símbolos que más aparecen en la Biblia es el de la mano de Dios. Con él, se hace referencia a la creación, a la conducción del pueblo de Israel, a la misericordia divina e, incluso, a las sanciones que hubo que hacerle al pueblo mismo por su conducta desviada. En la Liturgia eclesial, se suele hablar de las manos de Dios en quien se depositan las ofrendas e intenciones de los fieles. En el arte iconográfico, sobre todo de los primeros siglos, suele aparecer la imagen de la mano de Dios en mosaicos y frescos de los lugares del encuentro de los fieles para el culto divino.
Este símbolo, por otra parte, tiene una dimensión sacerdotal. Las manos de los sacerdotes del culto del AT reciben y ofrecen los dones que se presentan a Yahvé. En el NT, en la Persona de Jesús, también se muestra este signo como eficaz para salvar a la humanidad, sanar a los enfermos, levantar al caído y hacer que quien ha manifestado ser hombre de poca fe no se hunda en el mar desafiante. Son, además, las manos del Buen Pastor que acarician a las ovejas, le brindan seguridad, toman el cayado con el cual guían el rebaño y coloca a la que se había perdido sobre sus hombros.
Esas manos divinas también reciben la ofrenda sacerdotal por excelencia: cuando en el culmen de su entrega sacerdotal Jesús le dice al Padre que todo se ha cumplido por lo cual “En tus manos, Padre, encomiendo mi Espíritu”. Las manos del Padre se conjugan y se unen a las del Hijo para así dar cumplimiento a la promesa de salvación y liberación de toda la humanidad. Las mismas manos del Crucificado, horas antes, habían partido el pan, alimento de la nueva alianza, y habían lavado los pies de los discípulos para mostrarles cuál era el estilo con el cual debían actuar en su Nombre.
Al configurarse a Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, los ministros ordenados reciben la potestad para enseñar, guiar y santificar a los seres humanos. Con ello, adquieren además la potestad sacerdotal con la cual se convierten en servidores capaces de donar y entregar su propia vida para la salvación de todos y, a la vez, ser testigos convincentes, capaces de hacer Memoria de Jesús Palabra, Pastor Bueno y Cordero Pascual. Por ello, cada uno de los ministros ordenados, por la fuerza del sacramento, se trasforman en “otros Cristos”.
Tanto la teología como el desarrollo litúrgico de los ritos de la Ordenación Sacerdotal en sus diversos grados muestran una riqueza inmensa en los signos sacramentales de la misma. Les invito a que en esta ocasión nos detengamos un momento para contemplar uno de esos signos ya anunciado en el inicio de esta reflexión: las manos sacerdotales. Ellas, junto a otros signos, nos permiten meditar acerca del sacramento que hoy celebramos con la ordenación de un presbítero y cinco diáconos al servicio de nuestra Iglesia local de San Cristóbal.
Hay tres momentos en particular donde este símbolo ocupa un puesto de relevancia: cuando se hace la promesa de obediencia a la Iglesia en la persona del Obispo, cuando éste impone las manos sobre el elegido y cuando se le entrega la potestad de proclamar la Palabra, en el caso de los diáconos, y la de celebrar el culto eucarístico y perdonar los pecados, en el caso de los presbíteros, para lo cual también se le ungen con el crisma.
El primer momento es importante destacarlo. Puede pasar desapercibido su significado si sólo se le ve como la promesa de obediencia que debe cumplir a lo largo de su existencia ministerial. Tanto el candidato al presbiterado como al diaconado, luego del examen realizado ante el pueblo de Dios, junta sus propias manos y las coloca entre las de su Obispo. No es un simple rito. Es la expresión de tres cosas fundamentales e irrenunciables en la existencia de quien es ordenado: una, es la comunión que siempre debe existir entre el Obispo y el ministro; comunión, a la vez, con el presbiterio y con el pueblo de Dios. Al ponerlas en las del Obispo, el candidato está indicando su total disponibilidad para el servicio al pueblo de Dios por lo cual debe actuar en plena comunión con el pastor diocesano y los demás hermanos en el presbítero y diaconado. Es el preludio de lo que acontecerá minutos después con la imposición de las manos y la oración consecratoria.
Una segunda cosa importante es que, al hacerlo, manifiesta su total disposición a obedecer. Es interesante comprobar que no se trata de una mera acción protocolar de obediencia y respeto que se puede romper así por así o con actitudes autorreferenciales y egoístas. La obediencia es la actitud propia del Señor Jesús al cumplir la voluntad del Padre. El diácono y el presbítero al hacer esa promesa no sólo dicen que cumplirán con las normas y seguirán las indicaciones de su Obispo, sino que lo harán de verdad como si fuera el mismo Cristo quien lo está haciendo. La obediencia no es otra cosa sino la forma pública de manifestar que se actúa en nombre de Cristo… por tanto, no es un mero hecho protocolar o ritual: es la expresión de la característica de disponibilidad y comunión con la Iglesia.
La tercera idea vinculada a las anteriores insiste en el hecho marcante de la comunión. El Obispo, al recibir las manos del ordenando, le está diciendo que él y toda la Iglesia se preocupa por la existencia plena del ministro ordenando. Y, en consecuencia, al colocar las suyas entre las del Obispo, ratifica que es un hombre de comunión, con el Obispo y con el Presbiterio. Luego, con la imposición de las manos por parte del Presbiterio, se ratifica lo que está simbolizado en ese gesto: una existencia plenamente dedicada a la Iglesia, a los demás; en el fondo, una existencia como la de Cristo, quien se encarnó para servir y donarse a favor de todos sin acepción de personas.
El segundo momento, quizás el más conocido, es el de la imposición de las manos. En el caso de los diáconos y presbíteros, el Obispo impone las manos con la intención de conferirles el Orden Sagrado. Este gesto va necesariamente acompañado por la oración consecratoria. El rito de la imposición de manos es antiquísimo y ya en el AT hay noticias de su empleo. El sentido es claro: la transmisión de una potestad a través de la consagración. Esta es generalmente conocida como unción.
En el rito cristiano de la Ordenación Sacerdotal la imposición de las manos tiene dos elementos integrados entre sí: uno primero, el más significante, es el de la configuración a Cristo Sacerdote. Junto a este, y estrechamente vinculado a él, la concesión de la potestad sacerdotal según el grado propio de quien lo recibe. Es la transformación ontológica producida en el ser del ministro ordenado: no se le da un simple “poder” como si se tratara de una prebenda mundana. Es la potestad (lo que los teólogos reconocen como la “exousía”) para actuar en el nombre del Señor para enseñar, dirigir y santificar según el grado que reciben.
Guardando las distancias, pero tomando el sentido de lo que nos quiere decir la Sagrada Escritura, se puede parafrasear la imposición de las manos con la figura de las manos del alfarero quien modela el barro para sacar una figura o una vasija. El Obispo, al imponer las manos, le está dando al ordenando la forma de “vasija de barro que contiene un perfume precioso”: el perfume del sacerdocio de Jesucristo para servir al pueblo de Dios.
Por su parte, los Presbíteros, al imponer las manos, realizan un gesto de fraternidad sacramental: no sólo reciben al hermano en el cuerpo presbiteral, sino que le reconocen igual a ellos en todo lo que conlleva el sacramento del Orden. Por eso, es una oportunidad a fin de que el Presbiterio renueve la realidad fundante de su ministerio y recuerden que el Señor nos ha dado no un espíritu de timidez, sino de fortaleza y prudencia en la humildad.
El tercer momento tiene que ver con la misión propia del ordenando. En el caso del diácono, luego de la consagración por la imposición de manos del Obispo, éste le entrega el Evangeliario. Así le da la potestad sacerdotal de enseñar y ser testigo de Cristo Palabra, a quien se ha configurado, siendo Pastor Bueno en el ejercicio de la caridad pastoral y de la Liturgia, cual celebración de los misterios de la fe y actualización continua de la Pascua del Resucitado.
En el caso de los presbíteros, se le entregan los vasos sagrados para que tenga la capacidad no sólo de celebrar la Eucaristía sino de hacer realidad el servicio santificador de Cristo: entonces recibe también la potestad para perdonar, para santificar y para guiar al pueblo santo de Dios. Previamente, sus manos han sido ungidas con el Crisma. Este rito es altamente significativo, pues además de reconocer el paso importante dado en el grado del Presbiterado, el neo sacerdote recibe la potestad de hacer todo en el nombre del Señor. Entonces, se le recordará cómo deberá imitar lo que conmemora; es decir, actuar con la plena conciencia de estar configurado a Cristo. La Liturgia del Orden, rica en numerosos símbolos, es toda una explicitación de la Vida y Ministerio de quien, encarnado, se hizo hombre, tomado de entre ellos para las cosas que son de Dios.
Solemos besar las manos de los sacerdotes al terminar la ceremonia de la Ordenación. Es una manifestación de cariño, ciertamente. Pero hay algo más profundo: es una profesión de fe. En ese beso a las manos sacerdotales se reconoce que la persona de quien ha recibido el ministerio está configurado a Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote.
Hoy, les invito a ver a estos hermanos decididos a dar una respuesta positiva a Dios quien los llama. Es expresión del amor de ese mismo Dios continuamente preocupando por nosotros. Las manos de los Diáconos y del Presbítero son las del mismo Señor. Están preparadas para bendecir, sostener, corregir, acariciar, ayudar y guiar. Están destinadas a recibir las ofrendas de todos para llevarlas al Padre con la acción del Espíritu Santo. Manos benditas, personas consagradas, íconos de Jesús Sacerdote.
Queridos hijos:
La Iglesia confía en ustedes. Son de barro moldeado por las manos del divino alfarero. Sus manos adquieren una potestad: las prestarán a Jesús para que Él siga actuando como Buen Pastor, Sacerdote Eterno, Testigo Fiel.
Cuiden esas manos; es decir, cuiden todo su ser: En la comunión con su Obispo y Presbiterio para poder edificar la unidad de la Iglesia, con la cual el mundo creerá en Dios; en la participación en el Sacerdocio de Cristo del cual se convierten en servidores, testigos y memoria viva de su Palabra, de su Pascua y de su Amor pleno.
Nunca dejen de contemplar sus manos y en ellas admirar la imagen de Cristo el cual han de reflejar en todo momento a través del ejercicio de su ministerio. Nunca dejen de besar sus propias manos: este gesto no sólo significa el respeto al misterio que los ha transformado sino también su profesión de fe en el Cristo Sacerdote presente en ustedes. No dejen de sentir el calor de las manos de su Obispo y hermanos en el diaconado y presbiterado para reafirmar su pertenencia al cuerpo de los servidores de la Iglesia para el pueblo de Dios.
Hoy, al celebrar la festividad de San Juan Evangelista, que él les acompañe con su intercesión. Pongan en práctica siempre lo que él nos ha enseñado: “De lo que hemos visto y oído, damos testimonio”. Para ello contamos con la maternal protección y compañía de Nuestra Señora de la Luz, Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
+MARIO MORONTA R., OBISPO DE SAN CRISTOBAL.