6 AGOSTO 2020.
En la solemnidad de la tarde del Viernes Santo, al compartir el dolor de la muerte del Redentor, surge un signo repleto de esperanza para toda la humanidad. Entonces, a través de sus ministros, la Iglesia nos invita a contemplar el árbol de la Cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo. Mientras se realiza el rito de veneración de la Cruz, la asamblea litúrgica canta: “Tu Cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección alabamos y glorificamos. Por el madero ha venido la alegría al mundo entero”. Desde los primeros siglos de su historia, la Iglesia siempre ha reconocido en la Cruz no el signo ignominioso de la tortura y de la injusticia, sino el sacramental de la nueva vida, donde fue derrotado el mal y sus secuelas de pecado, para abrirle la puerta al triunfo de la nueva creación con la resurrección. Por eso, también cantamos en ese día: “Victoria, Tú reinarás ¡Oh Cruz, Tú nos salvarás!”.
A lo largo del tiempo, la Iglesia misma ha reconocido la importancia central de la Cruz, cual signo de victoria y como árbol que da la vida. No en vano ella preside nuestros templos, instituciones y hogares; a la vez, la encontramos a la vera de muchos caminos y nos acompaña en todo momento. Al iniciar y finalizar todas nuestras actividades cotidianas, la hacemos como señal de nuestro testimonio abarcando nuestro cuerpo y reconociendo la presencia en nosotros de la Trinidad Santa. En no pocas comunidades, su nombre es patrocinio de convivencia fraterna y compromiso evangelizador. Asimismo, la recordamos con diversas expresiones artísticas: desde la cruz florida de la pascua hasta la cargada por los hombros del Nazareno; la tenemos presente con el crucificado, es decir con quien le da la savia vitalizante para convertirla en árbol de la vida.
Cada año, como peregrinos acudimos un día como hoy para ver el árbol de la vida sembrado en las montañas andinas de La Grita. Después de 410 años, la hermosa y transfigurante talla del Cristo del rostro sereno clavado en la Cruz, se alza para ser admirada, contemplada y venerada por todo el Táchira, por toda Venezuela y ¿por qué no? por muchos pueblos del mundo. Así la fe multitudinaria de ayer y de hoy, invita a exclamar “Miren ustedes el árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo”. La respuesta no se hace esperar: con los pies cansados del peregrino, con el alma gozosa del creyente, por todos los medios disponibles, se escucha “Aquí estamos pues venimos a adorarle”. No adoramos la talla. Ella nos permite entrar en el misterio allí representado: el del Cristo tan humanado que aceptó morir, como el cordero sacrificado, para conseguirnos la salvación. Como dueño del árbol de la vida, hace brotar de allí, con su resurrección, precisamente la vida nueva y eterna.
Hoy, por las circunstancias que atravesamos a causa de la pandemia del covid-19, nos ha sido impedido caminar con nuestros pies y llegar hasta la ciudad santuario. Sin embargo, sentimos que Él ha peregrinado a cada uno de nuestros hogares, comunidades e instituciones. Con los medios de comunicación social y las redes sociales, con la creatividad de nuestra oración y las diversas manifestaciones somos testigos de un evento peculiar. Podemos ver y contemplar, orar y agradecer, escuchar su Palabra y experimentar la manifestación de su amor ya que por la radio, la televisión, las redes sociales, hemos podido entrar en contacto con Él. Así, hoy, como todos estos días de peregrinación virtual, hemos convertido en santuario nuestras parroquias, nuestras instituciones, nuestros hogares, nuestras personas. Más aún, hemos experimentado el encuentro con el Señor de los milagros y del rostro sereno. ¡Qué bonito es poder saber que cada uno de nosotros es reflejo del Señor de La Grita! ¡Qué emoción nos da el hecho de ser nosotros eco de la exclamación litúrgica “Este es el árbol de la Cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo”! Hoy le podemos decir al mundo entero que celebramos al árbol de la vida, sembrado en estas tierras andinas y que se alza como el faro luminoso que guía nuestras sendas y da sombra de amor a nuestras. existencias.
La Palabra de Dios hoy, como siempre lo hace, nos regala algunas luces para entender no sólo el misterio que celebramos, sino también para transmitirlo con nuestro afán evangelizador. Se nos recuerda la experiencia de los primeros padres, al inicio de la historia humana, ante el árbol de la vida y el del conocimiento del bien y del mal; al final de esa historia, aparece el árbol de la vida para alimentar a los victoriosos participantes de la salvación del Cordero Pascual. Y, ya en la plenitud de los tiempos, ese árbol de vida nueva produce los frutos de comunión al ser también comparado con la vid que da vitalidad a los sarmientos.
Los relatos del Génesis ciertamente nos ilustran acerca de la intencionalidad del Dios todopoderoso. En medio de todas sus obras, crea al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza. De esa forma manifiesta cómo ellos están en una condición particularmente superior a las otras criaturas. Pueden entrar en comunión plena con su Creador. De hecho para eso fueron creados. El Edén simboliza precisamente ese estado de comunión por laicos cual son imagen y entran en relación de semejanza con Él. Dios les confía su jardín y les da una norma: no podrán comer del árbol del conocimiento del bien y del mal. Es la única restricción. Cercano a este, se halla el árbol de la vida, cuyo fruto podían disfrutar. En el lenguaje bíblico. “árbol de la vida” es indicativo de la inmortalidad, consecuencia de su condición humana de imagen y semejanza con Dios. Pero del otro, no debían comer y, prácticamente, ni acercarse a él.
Pero sucedió lo ya conocido al leer el texto bíblico. El maligno, disfrazado de serpiente, tentó a la mujer y al hombre. Les hizo caer en la creencia de que si comieran del fruto prohibido llegarían a ser como dioses y por eso no quería el Creador que lo comieran. Se impuso, lamentablemente, revestida de curiosidad y de ambición, la debilidad. Las consecuencias, ya las conocemos: Dios les reclamó su desobediencia. Entonces fueron despedidos del jardín y les tocó vivir la vida con las estrecheces de su condición creatural, aunque con la luz de una esperanza que se daría en algún momento de la historia con la llegada de un redentor. Dios colocó a sus ángeles para vigilar el jardín y custodiar al árbol de la vida. Así comenzó la historia de la humanidad entre la tensión de la realidad de convivir con las consecuencias del pecado y la esperanza de saber que algún día volvería a participar de los frutos del árbol de la vida.
En el Antiguo Testamento algunos textos hacen referencia, en forma de anhelo de esperanza, la necesidad de ese árbol de la vida, fuente necesaria para el creyente (Cf. 3,18;13,12;15,4). En el Nuevo Testamento, la esperanza se cumple. Llega la plenitud de los tiempos y la vida se enriquece con la encarnación del Hijo de Dios. Este anuncia que será alzado, en el nuevo árbol de la vida, y quien lo pueda contemplar y creer en Él logrará conseguir la vida eterna (cf. Jn 3, 14-15). En el Apocalipsis, por su parte, se dice lo que disfrutarán los vencedores, es decir, quien ha conseguido el triunfo de la salvación: “Yo le daré de comer del árbol de la vida que está en el paraíso de Dios” (Apoc. 2,7). Estos son aquellos que han lavado su túnica en la sangre del Cordero (cf. 22,14) y tendrán “el derecho a ese árbol de la vida” al entrar definitivamente en la nueva Jerusalén. Quienes prefieran seguir en el camino contrario no lograrán participar del fruto de la liberación pascual.
Jesús inaugura el tiempo de la Vida: su Palabra lo es de vida eterna; su alimento eucarístico, lo es de vida eterna; sólo Él tiene palabras de vida eterna, quien crea en Él también alcanzará la vida eterna. Hay una razón para ello: Él ha cambiado la suerte de la humanidad y con su entrega redentora, sencillamente ha abierto las puertas del nuevo jardín, de cuyos frutos podemos comenzar a participar. Más aún, nos enseña cómo hacerlo. La alegoría de la vid y los sarmientos es una lección claramente pedagógica: desde el árbol de la vida brota el fruto. Ese es el tronco vital irrenunciable. Nosotros, cuales sarmientos de la vid, estamos injertados allí para poder producir fruto en abundancia. Ahí está la clave para entender lo que debemos hacer a fin de alcanzar la plenitud. El Dios hecho hombre transforma el leño de ignominia en el árbol de la vida y así re-descubre el paraíso perdido por el pecado. Eso sí, se requiere dejarse transformar por su fuerza liberadora (cosa que conseguimos por el Bautismo) no sólo para comer de ese fruto, sino tener la capacidad de hacerlo fructificar con nuestra fe, esperanza y caridad.
Hoy, al conmemorar al Santo Cristo de La Grita, los textos bíblicos ya reseñados nos permiten dar una luz clara sobre lo que celebramos. Podemos deducir claramente cómo el nuevo árbol de la Vida es la Cruz, desde donde brota nuestra salvación. Así, con la nueva creación, Jesús permite a todos los seres humanos llegar a convertirse en hijos de Dios y recuperar la condición perdida en el paraíso terrenal a causa del pecado de los primeros padres. Si bien el paraíso o nuevo Edén se tendrá al final en la plenitud eterna, podemos afirmar que Cristo ha comenzado a crearlo ya desde esta tierra. En efecto, la Cruz es el árbol de la vida que se ha ido sembrando a lo largo y ancho del mundo. Ha comenzado a dar sus frutos, por lo que se puede contemplar su presencia en medio de la humanidad. En el nuevo paraíso, podríamos decir también, no habrá un solo árbol de la vida, sino el conjunto de todos los que han sido sembrados desde el día de la redención en el Calvario: así, entonces, podremos hablar del gran bosque del nuevo Edén, donde comeremos su fruto de inmortalidad para toda la eternidad.
En tantísimos lugares vemos como se ha sembrado ese árbol de la vida. Y, aunque no falta quienes lo quieran derribar o arrancar, sus raíces van retoñando, por la fuerza recibida del Espíritu. En nuestra región reconocemos que ha sido sembrado también en La Grita en medio de las montañas andinas con frutos que permanecen. Sus semillas se han ido esparciendo y sembrando por innumerables lugares. No es ningún secreto cómo la devoción y fe de nuestra gente que ha peregrinado y emigrado a tantas partes de la geografía nacional y mundial han sido portadores de semillas o de retoños de dicho árbol plantado allí donde han llegado.
Desde las alturas de Tadea en La Grita aparece cada vez más frondoso y lleno de frutos el árbol de la vida, donde está el Santo Cristo de los Milagros. Allí contemplamos el cuerpo entregado en ofrenda al Padre Dios por el Sumo y Eterno Sacerdote para la salvación de todos. Allí están, pegados a él, crucificado con los clavos ignominiosos, esos brazos que sostienen la fe de un pueblo y dan seguridad a la caridad de todos, expresada en solidaridad, fraternidad, comunión… Admiramos en todo momento, el rostro sereno fiel reflejo del cumplimiento de la misión recibida. En sus ojos, apenas cerrados y que parecen fijarse en cada uno de quienes han recibido su acción salvífica, conseguimos certeza para nuestra esperanza. Sus labios entreabiertos nos llenan de aliento pues simbolizan la perenne oración mediadora por nosotros ante el Padre Dios. De su costado, traspasado por la lanza del soldado romano, podemos penetrar en Él para toparnos con su corazón donde ha sido engendrada nuestra condición nueva de hijos de Papá Dios.
Pero hay algo muy bonito: quien está allí en ese árbol se da a conocer a todos sin distinción y nos ha unido a Él, como la vid con sus sarmientos. Por ese hecho maravilloso no sólo sentimos la fuerza penetrante de su gracia, cual savia que nos alimenta, sino también la capacidad de dar fruto que permanece. Es un fruto que podemos vislumbrar de muchos modos: las vocaciones sacerdotales y religiosas surgidas de esta tierra tachirense; la riqueza de la fe sencilla y profunda de nuestra gente; la acción ministerial de numerosos sacerdotes; la vitalidad creciente de una Iglesia que se renueva en “espíritu y verdad”; la potencialidad de un laicado dispuesto a dar testimonio con su acción apostólica y compromiso por anunciar el Evangelio. Es un fruto que permanece y enriquece con ejemplos de santidad, como lo podemos comprobar en los siervos de Dios Medarda, Tomás Antonio, María Israel, Lucía, Lucio, Martín, Amandita y Miguel Antonio. Es un fruto que, a la vez, brota en forma de racimo en las parroquias y comunidades eclesiales, en los seminarios y monasterios de clausura, en los colegios y nuestra Universidad, en los grupos apostólicos y en el Diario Católico, en los ancianatos y centros de salud de la Iglesia…
Ese árbol de la vida acobija a quien lo necesita: da la sombra sabrosa para resguardar y dar frescura y descanso a quien lo requiere: a sus pies podemos conseguirnos con los niños, aprendices de la fe y los jóvenes, fuente de esperanza; los adultos, llenos de experiencia, y los ancianos con su rica sabiduría… A él acuden quienes necesitan un consuelo, dando cumplimento a la enseñanza del Maestro quien dijo daría fuerza a los cansados y agobiados, los enfermos y ancianos, los pobres y migrantes que transitan nuestros caminos, los menospreciados y perseguidos por ser justos… Bajo sus ramas, simbolizadas en los brazos del crucificado, podemos descansar todos y experimentar el amor de Dios. Lo único que se necesita es sencillez, apertura de mente y corazón, disponibilidad para recibir la gracia. Entonces podremos comprender lo que el mismo Maestro dijo en una oración agradecida al Padre: “Gracias te doy Padre, porque has revelado estas cosas a los más sencillos de corazón”.
Allí está, perenne, ese árbol de la vida. ¡Qué bueno es saber que podemos llevar retoños y frutos suyos a nuestros hogares! ¡Qué grandeza comprobar que en cada una de nuestras comunidades está creciendo un árbol de la vida! ¡Qué impresionante y gratificante es poder darnos cuenta cómo en nuestro Táchira querido, y en Venezuela y el mundo, con ese árbol de la vida del Santo Cristo de La Grita, ha ido creciendo el bosque de la liberación auténtica, el de la plenitud pascual que nos habla del futuro del reino de los cielos!
Eso sí, debemos cuidarlo, mantenerlo, hacerlo producir frutos, llevar a otros sitios sus retoños, hacer crecer este bosque. Para ello, nuestra fe, esperanza y caridad, con la que trabajamos la tierra donde se ha sembrado, deben apoyarse y enriquecerse con la Palabra de vida eterna, con el Pan de la salvación, con los sacramentos, con la Iglesia pueblo sacerdotal… El Apocalipsis nos dibuja lo que sucederá si permanecemos fieles en este trabajo. El Crucificado del rostro sereno dará testimonio de nosotros ante el Padre: así nos garantiza la felicidad plenamente al disfrutar del árbol de la vida. Esto lo podemos experimentar anticipadamente en la comunión de vida fraterna, si compartimos todo lo que tenemos y así hacemos sentir que, entre nosotros, nadie pasa necesidad.
Sin embargo, es necesario estar atentos, con ojo avizor. Así como sucede con las ovejas que pueden ser atacadas por lobos feroces, no olvidemos que nuestro bosque eclesial de árboles de la vida, puede ser devastado por el diablo que ronda como león rugiente en busca de devorarnos. No falta quien quiera prender fuego al bosque o acabar con la lozanía del árbol de la vida, pues hay todo un movimiento dirigido por el maligno para tratar de conseguirlo: el fundamentalismo muchas veces disfrazado con vestiduras de religiosidad, el relativismo ético, la mediocridad, el pecado del mundo, la corrupción…
Lamentablemente no falta quienes han optado por sembrar cizaña o espinos sofocantes alrededor de ese árbol de la vida. Así pretenden disminuir su vitalidad y hasta secarlo; o impedir el acceso de quienes buscan reparo a sus pies, o, sencillamente quieren destruir la fortaleza liberadora de ese árbol de vida. Son quienes proponen ideologías deshumanizantes o prescinden de los principios y valores para secar el alma de los creyentes y personas de buena voluntad; los que creen que pueden inventar nuevos derechos humanos al margen de la vida, de la dignidad humana y de los principios irrenunciables del evangelio. Prefieren la oscuridad y la verdadera luz los encandila. No escuchan la Palabra sino el ensordecedor clamor del mundanal ruido. Su actitud no es la del sencillo capaz de escuchar y poner en práctica la Palabra de Dios: actúan con necedad y terquedad, con autosuficiencia y prepotencia que los hace creerse más que los demás.
De los frutos del árbol de la vida no participarán quienes han hecho la opción por el mal, la corrupción, el pecado, el menosprecio de los más débiles. Así nos lo indica el texto del Apocalipsis: “¡Fuera los perros, los hechiceros, los impuros, los asesinos, los idólatras, y todo el que ame y practique la mentira!” (Apoc. 22, 15). Ciertamente es un texto duro. Sin embargo, la misericordia de Dios es inmensa y se abre a todos aquellos que quieran ser lavados. Es parte de nuestra misión. Entonces, con sencillez y decisión, nos hacemos eco de la invitación a la conversión hecha por el mismo Maestro, a quien hoy contemplamos en su donación para el perdón de los pecados desde esa Cruz gloriosa, que venimos a venerar en el ícono del Santo Cristo de La Grita. Les extendemos nuestras manos fraternas y el abrazo del Padre ante el hijo arrepentido quien regresaba a la casa paterna. Y les decimos, “¡Únanse a nosotros para caminar juntos en este hermoso bosque llenos de árboles de la vida!”
Sí, se lo decimos a los narcotraficantes a los abortistas, a los especuladores, a los violentos y delincuentes, a los traficantes de personas, a quienes se dedican a la prostitución, a los que juzgan a los migrantes y pobres como material de descarte, a quienes promueven un nuevo estilo de esclavitud, a quienes se atornillan en el poder e impiden el desarrollo auténtico de la nación, a los que se valen de su fe para creerse superiores a los otros, a quienes menosprecian a la familia y destruyen los principios fundamentales de la moral, a los que se burlan del único y auténtico matrimonio entre marido y mujer… Sí. Aquí están nuestros brazos abiertos como los del Santo Cristo de La Grita, para recibirlos, sanarlos, introducirlos de nuevo al amor del Padre de la Misericordia. Lo hacemos en nombre del Señor; Él nos da la verdadera libertad, que brota de su Verdad y dignifica a todos. Acepten esta invitación desafiante, pero llena del amor de Dios.
Este año nuestra celebración ha estado marcada por una situación inédita e insólita. La pandemia del covid19 nos ha desafiado. En primer lugar ha puesto al descubierto nuestras limitaciones, pequeñeces y deficiencias. Pero, también ha sido un tiempo para reconocer la presencia del Señor en medio de nosotros. Han sido meses duros y quizás falta más tiempo para superar esta emergencia sanitaria. El Papa Francisco iluminó con su reflexión la situación que nos golpea. Apeló al evento de la tempestad calmada, para recordarnos cómo el Señor estaba presente en la barca y no permitiría que zozobrara y desapareciera. Pero requería, a la vez, que todos se aferraran al mástil central de la barca, Cristo. Haciendo paráfrasis de esta imagen, podemos decir que el contemplar al árbol de la vida, identificándonos con él y actuando en el nombre de quien allí se yergue victorioso, nos aferramos a él para salir adelante vencedores de las consecuencias de esta emergencia sanitaria.
Esta celebración eucarística nos permite reafirmar ese reto: acercarnos, identificarnos, dejarnos invadir por la savia vitalizante de su gracia. Así podremos dar el fruto de ese árbol de la vida: la novedad, la salvación, la liberación… y con ello, purificaremos nuestras existencias de tantas deficiencias o defectos, como el egoísmo, el orgullo, la autosuficiencia, la tibieza, la mediocridad. En esta conmemoración, a la vez, se nos convoca a imitar una importante característica de todo árbol de vida: sus ramas, su tronco, todo él, siempre apuntará hacia arriba, donde están las cosas que hemos de anhelar. Ello implica, también asumir, la propuesta del Maestro para colocar nuestras manos en el arado y fijar nuestra vista hacia adelante en el horizonte del Reino.
Hoy consagraremos nuestro Estado Táchira y los Andes Venezolanos al Santo Cristo de la Grita. Es la decisión de seguir su misión, de continuar la siembra del nuevo bosque de vida en medio de nuestra región y desde aquí para todo el mundo. Es, sobre todo en estos tiempos de crisis, reafirmar el compromiso de seguir construyendo el reino de justicia, paz, libertad y amor inaugurado en la Cruz. Y, junto a todo esto, renovar nuestra confianza en el Señor en quien todo lo podemos y en cuyo nombre hemos de seguir actuando.
En unos instantes ofreceremos el pan y el vino, fruto del trabajo y del esfuerzo de cada uno de nosotros. Se convertirán en el Cuerpo y la Sangre del Señor, que ofreceremos también al Padre para nuestra salvación. En ese pan y ese vino están representadas nuestras angustias y esperanzas, así como nuestro compromiso por la justicia y la paz. En la patena y el cáliz también presentamos el deseo inmenso de ser liberados de esta pandemia, la dedicación de los médicos y personal de la salud, de las autoridades que colaboran para dar bienestar integral al pueblo, la debilidad de los enfermos, el recuerdo de quienes ya se han ido a la patria celestial… Sabemos que Dios Padre, con la ayuda del Espíritu, nos dará lo que le pedimos al recibir lo que le ofrendamos. Lo hacemos contando con la maternal intercesión de María del Táchira, nuestra señora de la Consolación. Amén.
+MARIO MORONTA R., OBISPO DE SAN CRISTOBAL.