El relato del encuentro de Jesús con la Samaritana nos permite fortalecer la esperanza que hemos recibido en el bautismo. Ciertamente que el texto de Juan 4 está lleno de elementos que nos permiten profundizar en la fe en Cristo. Pero también nos ayuda a profundizar en la “esperanza que no defrauda”. Hay dos ideas que nos pueden ayudar para ello: una primera, la auto proclamación de Jesús como la fuente de agua que salta hasta la vida eterna; la segunda, muy vinculada a ella, es el reconocerse Él como el agua que calmará todo tipo de sed. Ciertamente que se trata de un símbolo, que encierra una inmensa riqueza para nuestra adhesión a Jesús.
En estos tiempos en los cuales mucha gente pierde la esperanza por el pecado del mundo, por el desprecio que se recibe de tantos que se consideran los más importantes, o porque llenos de desilusión se encierran en conformismo y mediocridad, el anuncio de la esperanza es urgente. Es una de las tareas de los discípulos de Jesús en la Iglesia.
Jesús se presenta como fuente de esa esperanza en la figura del agua. Donde hay agua hay vida: se siente la frescura ante el calor, se puede preparar el alimento necesario y se puede sentir fuerza de vida. Jesús se presenta como el agua que calma la sed producida por la sequía de un desierto materialista. Es el agua fresca de la inmensa solidaridad con la humanidad gracias a su encarnación y a su pascua redentora. Jesús, al hacerse hombre, cargó con todas las miserias de la humanidad, para liberarla y hacerla sentir protagonista de su crecimiento humano y espiritual.
Es agua para calmar la sed de amor, de respeto, de dignidad que siente tantísima gente en nuestra sociedad. Para ello, hay que sacarla del pozo y compartirla con todos sin excepción de ningún tipo. Y, como nos lo enseña el evangelista, Jesús se presenta como esa fuente de un agua que va más allá, porque va a producir la vida eterna. Todavía más, a los discípulos, Jesús les da la gracia de convertirse en pozos de esa agua: a través de su caridad, de su evangelización, de su acción de fraterna solidaridad, en el encuentro de y con todos, podemos y debemos dar esa agua, la de Cristo. Es Él quien nos ha dado la purificación de nuestros pecados y nos ha concedido un espíritu nuevo, por el agua pura que ha derramado en cada uno de nuestros corazones por su acción lleva de misericordia, tal como nos lo propone la liturgia del III domingo de Cuaresma.
Es nuestra tarea, entre otras cosas, el ayudar a crear, fortalecer la esperanza. El símbolo del agua nos puede ayudar para que fortalezcamos ese trabajo testimonial que nos corresponde.
+MARIO MORONTA R., OBISPO DE SAN CRISTOBAL.