Homilía de la ordenación presbiteral de Fray Ramón Alfredo Ruiz Ureña

El misterio del sacerdocio es inmensamente grande. No podemos pensar en él separadamente de su centro: JESUCRISTO, SUMO Y ETERNO SACERDOTE. La Carta a los Hebreos nos lo presenta desde el marco de la encarnación y de la misión redentora para la que el Dios humanado se hizo presente en la historia de la humanidad: “un hombre tomado de entre los hombres y puesto en medio de los hombres para las cosas que son de Dios”. Desde esta misión, Él se convirtió en “causa de salvación”, Sumo y Eterno Sacerdote. Para ello, como nos lo anuncia el profeta, fue ungido por el Espíritu. Enviado por el Padre, para cumplir su promesa de salvación, con la fuerza del Espíritu de Dios, el Hijo de Dios Padre se hace presente para abrir las puertas de la salvación a toda la humanidad. Todo ello, de manera trinitaria, se hace eficaz por la obediencia de Jesús a la voluntad divina.

Para perpetuar en el tiempo y pueda toda la humanidad gozar de los frutos de esa entrega sacerdotal de Jesús, Él elige y consagra a unos llamados para el servicio ministerial. Los configura a Sí por la acción del Espíritu Santo. Entonces, por el sacramento del Orden, en sus diversos grados, quienes son elegidos se destinan al servicio del pueblo de Dios en el nombre del Señor. El evangelista Juan, al referirnos la oración sacerdotal de Jesús, nos ofrece algunos elementos interesantes del sello que reciben quienes son configurados a Cristo Sacerdote: Aunque están en el mundo, no son de él; antes bien, están consagrados en la verdad, que viene del Padre Dios. En esto se identifican con el mismo Jesús. Y son enviados al mundo para anunciar el evangelio, edificar el reino de Dios y conducir a todos al único rebaño de la salvación. Por ser fieles a la Palabra han podido ser consagrados en ella y en la Verdad.

Todo presbítero, al recibir la ordenación sacerdotal experimenta esta realidad transformadora. Por supuesto que no se trata de un momento coyuntural. Tampoco es una especie de “graduación” como si se tratara de una profesión o de una gerencial profana. Al contrario, se trata de una consagración para toda la vida que implica todos los actos del elegido y consagrado por la imposición de las manos del Obispo. Para ello se ha preparado y ha aprendido a “ser fiel a la Palabra”. Ha ido aprendiendo, a lo largo de su tiempo de formación para ser fiel también en el ejercicio del ministerio. Ser fiel no significa sólo ser cumplidor al ministerio sin otros apegos. Sino ser también creíbles por su modo de vida y por su testimonio de vida cristiana y sacerdotal.

Todo ello, actuando en el nombre del Señor. Esto significa que todo lo hace configurado a Cristo. Ello conlleva no sólo tener los mismos sentimientos de Cristo, sino dejarse imbuir de ellos y lograr que todo lo que haga, predique, bendiga, anuncie sea como una caja de resonancia del mismo Cristo, obediente en el cumplimiento de la voluntad de Dios Padre. Para ello, precisamente es consagrado, ungido. Es decir, destinado por la gracia que lo santifica a fin de hacer realidad los frutos del sacerdocio eterno de Jesús. Entonces, en medio de los suyos, el presbítero se convierte también en causa de salvación: y lo es como maestro que enseña, pastor que guía y entrega la vida por las ovejas y las santifica conduciéndolas hacia los pastos fértiles de la salvación.

El sacerdote ordenado y configurado a Cristo está en el mundo pero no es de él. En el mundo es testigo de la Cruz y de la Resurrección. Es testigo de la Cruz renovando continuamente la entrega redentora de Cristo por la humanidad: sus brazos se abren para recibir, como los del Crucificado, a todos y liberarlos del pecado del mundo. Están clavados en la Cruz de Cristo, pèro no inutilizados, sino manifestación del amor divino que libera y engrandece a los seres humanos. Brazos crucificados que, con la Resurrección, se extienden para abrazar también con la luz poderosa del amor de Dios. Esto hace que la vida del sacerdote sea eminentemente eucarística. No sólo porque celebra la eucaristía. Por supuesto que sí. Sino también, y de forma maravillosa, porque toda su vida es eso: testimonio de la nueva alianza inaugurada un primer Jueves Santo, con el anuncio de su cuerpo entregado por todos y su sangre derramada para la libertad de todos los seres humanos. Su vida es un anuncio profético perenne del sacerdocio de Cristo, causa de salvación. De allí que la vida de un sacerdote es, como lo proclamamos en cada celebración, un anuncio de la muerte de Jesús, una proclamación de su gloriosa resurrección y una perenne invitación a salir al encuentro del Señor hasta cuando Él vuelva.

Hoy, presenciaremos el milagro de un joven que será configurado a Cristo Sacerdote para siempre: Fray Ramón Alfredo. Desde su carisma de la sencillez apostólica, herencia del “poverello” de Asís, va a comenzar a ser manifestación viva del Sacerdocio eterno y único de Jesucristo. Como lo ha sugerido él mismo, se identificará con el Redentor y hará de su vida una expresión eucarística de ese mismo Señor Jesús. Las palabras del Obispo católico rumeno, Ion Ploscaru, sintetizan lo que él será y lo que él mismo ha querido asumir: “Y ahora consagro nuevamente y para siempre mi ser, como víctima viviente, para que desaparezca enteramente en el Señor como el Pan consagrado del Altar en la Eucaristía”.

Lo acompañamos con nuestra oración y cercanía; nos unimos a su acción de gracias por la llamada recibida; nos congratulamos con él y su Orden franciscana, sabiendo que enriquece a la Iglesia con su donación. Que La Virgen de los Ángeles lo acompañe siempre con su maternal protección, que San Francisco lo cuide con su intercesión ante la Trinidad Santa y que el Sumo y Eterno Sacerdote le conceda la gracia de la fidelidad para siempre. Amén.

 

+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal.

Palmira, 16 de noviembre del año 2019.

 

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