HOMILÍA DE JUEVES SANTO

Nos enseña el Magisterio de la Iglesia que los dos ejes centrales de la vida y misión de la Iglesia son la PALABRA Y LA EUCARISTÍA. Esto no se dice sólo para la comunidad eclesial, sino que también tiene que ver con cada uno de los miembros de la Iglesia. De hecho, las dos realidades, Eucaristía y Palabra, están presentes en la misma Persona de Jesús: Él es la Palabra hecha carne y, a la vez es el Sacerdote y Víctima que consigue la perfecta mediación entre Dios Padre y el ser humano.

Al iniciarse el triduo pascual, el jueves santo nos permite conjugar estas dos realidades gracias a la iniciativa de Jesús quien convierte, con su Palabra, el pan y el vino en su cuerpo y sangre, como anticipo profético de lo que sucederá pocas horas después. Por ello mismo, ambas realidades, su ser-Palabra y su ser-Eucaristía, no sólo se unen sino que constituyen parte esencial de la misión de la Iglesia que nacerá definitivamente en Pentecostés. De hecho, la Iglesia existe para evangelizar: esto es, para anunciar el Evangelio. Además, la Iglesia existe para celebrar en todo momento y lugar, la entrega pascual de Cristo: es el mandato del HACER TODO ESO EN MEMORIA DE CRISTO.

Pero, como ya lo señaláramos, ambas realidades se dan de manera conjunta: no puede haber evangelización si no desemboca en la Eucaristía; y, no puede haber Eucaristía si no hay Palabra. No se trata sólo de la forma como está estructurada ritualmente la celebración eucarística. Es mucho más profunda y fuerte la relación existente entre ambas. La Palabra es viva, es presencia del Dios que salva, del Dios liberador que sale de su seno para ir a liberar a la humanidad, como nos lo recuerda el relato del libro del Éxodo que hemos escuchado. Dios que sale para darnos a conocer su designio: así es como la Palabra se hace carne. Dios Palabra que cumple su cometido con la ofrenda sacerdotal de su existencia.

Entonces, esa entrega se hace sacerdotalmente eucarística: su cuerpo y su sangre son ofrecidos para la salvación de la humanidad. Su cuerpo entregado entregado como sacrificio; su sangre derramada, como la del Cordero pascual para anunciar el “paso liberador de Dios” y sellar la nueva alianza. Por otro lado, esta entrega eucarística y sacerdotal se une a la Palabra hecha carne para mostrar el designio de Dios: el mismo Jesús, en su Última Cena lo da a conocer: “HAGAN ESTO EN MEMORIA MÍA”. Memoria es hacer presente. Es hacer realidad la presencia actuante y salvífica de Dios salvador. Y esa presencia es, nuevamente, una expresión de la PALABRA HECHA CARNE.

En ese mandato, muy bien comprendido por Pablo al hablar de la tradición que ha recibido y debe seguir transmitiéndola, se vuelve a experimentar de manera sacramental tanto la encarnación de la Palabra, como la entrega sacrificial y sacerdotal de Jesús. Al pedir que se haga Memoria, Jesús está extendiendo en el tiempo y hasta los confines de la tierra  su acción redentora. Es lo que ha de hacer en todo tiempo la Iglesia en Salida, la que va al encuentro de los hombres para hablarle de la Palabra y hacerles partícipes de la acción sacramental del Dios que salva.

Pero, Jesús también nos da una clave para poder cumplir a cabalidad tanto la Memoria de su ser Palabra como la de su entrega eucarística: el gesto de amor de lavar los pies a sus discípulos. Hoy también lo recordamos, aunque no debe quedarse en un simple rito que pueda llamarle la atención a alGunos. Ese rito habla de la fuerza que movió la Palabra y la Eucaristía: el amor.

Jesús le lava los pies a sus discípulos y al despojarse de su condición divina está profetizando lo que sucederá horas más tardes en El Calvario: por amor será despojado para que su cuerpo sea entregado en ofrenda y su sangre derramada para la nueva alianza. El Señor da el ejemplo y le pide a sus discípulos y, en ellos  a la futura Iglesia, que hagan lo mismo. Por eso, con la decisión del amor, la Iglesia sale también a lavar los pies de todos sin excepción, para conseguir que puedan hacer propia la Palabra y entrar en comunión con el Dios de la Eucaristía. Una Iglesia que sale a cumplir la misión que le ha dado Jesús, es una Iglesia dispuesta a hacerse pequeña en el servicio para engrandecer a todos. Una Iglesia que no se encierra y no pone condiciones inhumanas, una Iglesia que perdona y corrige, una Iglesia que refleja en su ser y quehacer la Palabra y la Eucaristía.

Toda celebración del Jueves Santo siempre está revestida de una solemnidad sencilla, porque se centra en el amor de Aquel que se hizo presente, Palabra Encarnada y se quedó eucarísticamente luego de su muerte y resurrección. Una Iglesia que así actúa en comunión con Él hace realidad la enseñanza de Pablo “Cada vez que ustedes comen de este pan y beben de este cáliz, proclaman la muerte del señor hasta que el vuelva”.

Ahora, llenos de fe, pero movidos por el amor de Dios sembrado en nuestros corazones, continuemos esta celebración con la confianza de sabernos transmisores de una tradición recibida, como lo atestigua Pablo, y de una Palabra que se ha de seguir manifestando a través de nuestro testimonio.

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